Todo el convento estaba tiernamente embalsamado de una fragancia
nueva, que salía a la calle en ondas adorables, y la gente que
pasaba se deleitaba con el agradable aroma.
Una monja dio un largo ¡oh! de
admiración; otra se quedo inmóvil, con los ojos vueltos hacia el
cielo; otra dijo en su suspiro: “Bendito sea Dios”. Aquel guisado
tenía más espíritu que todos los libros que había en su
biblioteca, y desde luego, mucho más que los largos sermones que les
predicaba su capilla, don Antonio de la Peña y Fañe.
Sor Andrea después de repetir,
sonriente, estas leves probadas, echó en aquel encendido salsamento
las piezas de guajolote, gordas, sonrosas y tiernas, y tras de otro
hervor para que se impregnaran de aquella salsa gloriosa, las acomodo
en una rameada fuente de talavera, poniendo en su borde tiernas y
frescas hojas de lechuga, y entre cada hoja colocó un dulce de miel,
un rábano en forma de flor y una rodaja de zanahoria. Aquello era
mágico para la vista, después espolvoreo con ajonjolí.
EL Virrey y todos sus
comensales, llegaron con facilidad al arrobamiento con aquel guisado
estupendo. Jamás la boca de su Excelencia había probado nada tan
singular y magnífico.
El picor que le enardecía la lengua lo empujaba con avidez a que
tomara más y más tortillas calientes, esponjadas, suavecitas, que
echaban vapor. Ese
día y otro día, y todos los días que estuvo en Puebla de los
Ángeles pidió que le enviaran del Convento de Santa Rosa ese
delicioso mole de guajolote que le provocaba grandes emociones en el
corazón.
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