miércoles, 20 de mayo de 2015

Leyenda del mole parte final


Todo el convento estaba tiernamente embalsamado de una fragancia nueva, que salía a la calle en ondas adorables, y la gente que pasaba se deleitaba con el agradable aroma.

De la olla en que con papada de puerco se coció el guajolote, sacó Sor Andrea varias jícaras de caldo espeso y vertió en él la magnífica salsa que se estaba friendo entre las voces suculentas de la manteca, y cuando hirvió bien con ronroneo grave, puso en un plato de esa salsa fragantísima y con una cucharilla le fue dando de probar a cada una de las monjas.
Una monja dio un largo ¡oh! de admiración; otra se quedo inmóvil, con los ojos vueltos hacia el cielo; otra dijo en su suspiro: “Bendito sea Dios”. Aquel guisado tenía más espíritu que todos los libros que había en su biblioteca, y desde luego, mucho más que los largos sermones que les predicaba su capilla, don Antonio de la Peña y Fañe.
Sor Andrea después de repetir, sonriente, estas leves probadas, echó en aquel encendido salsamento las piezas de guajolote, gordas, sonrosas y tiernas, y tras de otro hervor para que se impregnaran de aquella salsa gloriosa, las acomodo en una rameada fuente de talavera, poniendo en su borde tiernas y frescas hojas de lechuga, y entre cada hoja colocó un dulce de miel, un rábano en forma de flor y una rodaja de zanahoria. Aquello era mágico para la vista, después espolvoreo con ajonjolí.
EL Virrey y todos sus comensales, llegaron con facilidad al arrobamiento con aquel guisado estupendo. Jamás la boca de su Excelencia había probado nada tan singular y magnífico. El picor que le enardecía la lengua lo empujaba con avidez a que tomara más y más tortillas calientes, esponjadas, suavecitas, que echaban vapor. Ese día y otro día, y todos los días que estuvo en Puebla de los Ángeles pidió que le enviaran del Convento de Santa Rosa ese delicioso mole de guajolote que le provocaba grandes emociones en el corazón.

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