sábado, 21 de diciembre de 2013

Memorias de Porfirio Díaz. Parte 3

Cuando tenía yo seis años de edad fui enviado a la escuela de primeras letras, llamada en Oaxaca Amiga, en que se enseñaba a los niños a leer solamente, reunidos los de ambos sexos y siendo todos de muy tierna edad. Allí se aprendía muy poco. Después fui a una escuela municipal donde aprendí a leer y a escribir, en cuanto esto se enseñaba entonces, es decir, mal, pues más tarde y casi siendo ya hombres, era cuando teníamos que aprender; y en 1843, cuando contaba yo trece años de edad, entré al colegio Seminario Conciliar de Oaxaca.
Los recursos que entonces se exigían para graduarse de bachiller en artes, conforme al plan de estudios vigente, eran dos años de latinidad y tres de filosofía. El primer año de latinidad se llamaba de mínimus y menores. En 1843 era profesor de mínimus el Presbítero Don Nicolás Arcona; siendo rector el Canónigo Don Vicente Márquez quien fue después Canónigo y más tarde Obispo de Oaxaca. Entre los condiscípulos que tuve en esa cátedra y que después figuraron algún tanto en el Estado, recuerdo a Don José Adrián Santaella, Don José Blas Santaella, Don Flavio Maldonado y Don Joaquín Ortiz, quien fue amigo y compañero de armas mío, tenía aptitudes especiales para la milicia, y falleció en una acción de guerra.
Por haber entrado a la clase, a mediados del año escolar, no pude examinarme al terminar éste, y a principios del año siguiente de 1844, entré a la nueva cátedra de mínimus de la que era profesor el Presbítero Don Macario Rodríguez, pues se seguía la costumbre de que cada año comenzaba el curso de latinidad un profesor nuevo, quien continuaba con los mismos alumnos hasta que éstos acababan el curso de artes.
A fines de 1844 me examiné del primer año de latinidad, y en 1845 del segundo, llamado de medianos y mayores. En 1846 comencé el curso de Filosofía que comprendía en el primer año el estudio de Lógica y Metafísica, en el segundo el de Física general y Matemáticas, y en el tercero el de Física particular y Ética. De todos estos cursos me examiné con buen éxito al fin de los años escolares de 1846, 1847 Y 1848.
En el curso de Filosofía tuve de condiscípulos, como hombres que después se distinguieron de varias maneras, a Don Juan Palacios, que llegó más tarde a ser Canónigo de Oaxaca, a Mariano Jiménez, quien fue después General y Gobernador de Oaxaca y de Michoacán.
Un día del año de 1846, durante la guerra con los Estados Unidos, mi maestro de Lógica, el Presbítero Don Macario Rodríguez, no se ocupó para nada de la clase sino de llamarnos la atención sobre el deber que teníamos algunos alumnos, ya en edad competente para tomar las armas, de ofrecer nuestras personas al servicio militar para defender al país contra el invasor extranjero. Sobre esto nos habló nuestro maestro, larga y elocuentemente, dando por resultado que al terminar la clase yo y algunos de mis condiscípulos, fuéramos a presentamos al Sr. Don Joaquín Guergué, Gobernador del Estado, para ofrecerle nuestros servicios. El Gobernador, ignorando lo que nos impelía a proceder así, nos preguntó: ¿qué diablura habrán hecho ustedes? Contestamos que era una inspiración espontánea de nuestro deber, fundada en la situación del país. Mandó tomar nota de nuestros nombres y al organizarse los batallones de guardia nacional que se llamaban Constancia y Trujano, fuimos alistados en el último. No llegó a prestar más servicio militar nuestro batallón, que el hacer ejercicio en los días festivos y dar algunas guardias y patrullas, cuando la guarnición se debilitaba por alguna salida de las tropas que estaban en servicio activo.
Al acabar el curso de artes, me inclinaba yo a la Teología y hasta había ya comenzado a preparar el estudio en las vacaciones, en las obras de texto del primer año que me regaló el Sr. Dr. José Agustín Domínguez. El Sr. Domínguez era primo mío, pero yo por respeto, lo trataba como tío. Era entonces una de las primeras dignidades de la catedral de Oaxaca y después fue Obispo de esa diócesis. Tenía grande influencia y cumplía religiosamente todo lo que prometía. Era a la sazón Obispo de Oaxaca Don Antonio Mantecón.
El Cura Don Francisco Pardo, pariente mío, dejaba en esos días una capellanía, la cual se me ofreció por el Sr. Domínguez y me correspondía por ser yo pariente más cercano del fundador que el poseedor que la dejaba. No recuerdo el capital que representaba esa capellanía, pero probablemente sería como de tres mil pesos, porque daba un interés de cosa de doce pesos al mes, cantidad que aunque pequeña en sí, era en mis circunstancias gran cosa.
Aunque mi madre deseaba ardientemente que yo siguiera la carrera eclesiástica, no ejercía presión sobre mí, pues yo me sentía muy inclinado a ese género de estudios; porque los niños se aficionan a lo que ven, y cuando tuve después otras amistades que me inspiraron otras ideas y me abrieron más amplios horizontes, cambié de modo de pensar y causé con esto una decepción a mi familia. Tuvieron grande influencia en este cambio mis relaciones con Don Marcos Pérez.
Don Marcos Pérez era, como Juárez, un indio zapoteca de raza pura, nacido en el pueblo de Teococuilco, del Distrito de Ixtlán y ambos podrían figurar con ventaja entre los hombres de Plutarco. Pocos años mayor que Juárez, fue enviado por su padre, quien tenía algunas proporciones, a la ciudad de Oaxaca, para aprender el castellano y educarse. Era hombre de claro talento, vasta instrucción, gran pureza de costumbres y extraordinaria rectitud, honradez y fortaleza de carácter. Llegó a ser de los mejores abogados del foro de Oaxaca y de los hombres más distinguidos del Estado, desempeñando los puestos de Presidente de la Corte de Justicia y de Gobernador. Acaso más severo que Juárez, a quien estaba unido por los lazos de la sangre, mancomunidad de ideas y por una amistad sincera y perdurable, era, como Juárez, de los liberales más firmes e ilustrados, no sólo de Oaxaca, sino de la República entera. Tuve la fortuna de tratarlo íntimamente, de conocer su carácter, de aprender mucho de él, pues lo admiraba, lo respetaba y lo tenía como modelo digno de imitarse. Él me trataba como hijo, y su amistad me sirvió de mucho para mejorar mi situación cuando era yo un muchacho pobre y desvalido.

De las memorias de Porfirio Díaz





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